sábado, 20 de marzo de 2010

Pierre Legrand


          Es uno de los personajes más notables de la filibustería, aunque las crónicas le recuerden especialmente por una acción, que tuvo lugar a la altura de La Española. Pierre Legrand, que había emigrado de Francia en su juventud, se situó rápidamente a causa de su valentía entre los primeros bucaneros convertidos en piratas. Su ocasión más notable se le presentó cuando regresaba de una expedición larga y poco afortunada.
   A finales de junio de 1656, la embarcación en la que había zarpado con 28 hombres estaba detenida frente al cabo Tiburón. Casi se les habían acabado las provisiones, y el calor, la sed y un día al remo sin haber descubierto ninguna presa, habían minado las energías y el ánimo de los bucaneros. Tumbados en cubierta aguardaban la primera brisa de la noche para hacerse a la vela hacia la costa. Derrepente, al otro lado del cabo, aparecieron seis naves españolas que navegaban en conserva. Eran demasiados incluso para un ataque por sorpresa, y Pierre no paraba de maldecir a la apetitosa e inaferrable presa que se les escapaba ante sus ojos. De pronto, vieron aparecer un pesado galeón, al que seguramente por la falta de viento habían dejado atrás las otras seis naves. Parecía en realidad que no se movía, mientras las otras naves comenzaban a perderse en el horizonte.
   -¡ A los remos! -gritó el capitán pirata, y la lancha, empujada por los ánimos renovados de los bucaneros, comenzó a moverse a toda velocidad, gracias a la boga veloz y bien pautada.
   A bordo de la nave española reinaba calma absoluta. La tripulación estaba somnolienta y hastiada por la falta de viento. No obstante, el vigía avistó la embarcación pirata, pero el capitán, absorto en una partida de ajedrez en la que no conseguía vencer, no prestó mucha atención a la noticia que le comunicaba el oficial de guardia.
   -Si nos cogen, izadlos a bordo y encerradlos en la sentina -ordenó distraído, y mató una torre del oponente.
   La noche cierra de pronto en el mar de las Antillas, y eso les permitió a los piratas cubrir el último trecho sin ser vistos, atacando por el lado más favorable.
   El riesgo era inmenso, los españoles eran mas y estaban bien armados. Debían actuar rápida y contundentemente: se trataba de triunfar o morir. Los bucaneros estaban decididos a todo; no obstante, segundos antes del abordaje, Pierre ordenó a su cirujano que hundiera la lancha y les siguiera al galeón, para cortar toda posibilidad de retirada.
   Un ruido sordo asustó al segundo oficial, que estaba en el alcázar, pero no tuvo tiempo de preguntarse qué era. La hoja de un cuchillo apoyado en la garganta le cortó cualquier grito de aviso. Los otros bucaneros, que habían trepado por la borda silenciosamente, mataron al timonel y a todos los que opusieron resistencia. La acción fue tan rápida que cuando Pierre entró en la cámara del capitán y le asestó un golpe de pistola en la sien, éste palideció como si hubiera visto un fantasma. Una vez inmovilizados o eliminados los oficiales y los hombres de guardia, el resto de la tripulación se rindió sin apenas resistencia.
   Las bodegas del galeón estaban llenas de tesoros: costosas mercancías y una carga enorme de lingotes de oro. Después de desembarcar a los prisioneros en La Española, Pierre Legrand tomó una decisión poco común en un bucanero. En vez de regresar a la Tortuga y gastarse en poco tiempo los frutos de la expedición, como era normal en los miembros de la Hermandad, puso rumbo a Francia. Una vez allí regresó a Dieppe, su ciudad natal, donde vivió suntuosamente el resto de sus días gracias al botín, sin volver a pisar el puente de una nave.